Somos sólo palabras, palabras que retumban en el éter —dijo Félix—. Palabras musitadas, gritadas, escupidas, palabras repetidas millones de veces o palabras apenas acumuladas por bocas titubeantes. Yo no creo en el Más Allá, pero creo en las palabras. Todas las palabras que las personas hemos dicho desde el principio de los tiempos se han quedado dando vueltas por ahí, suspendidas en el magma del Universo. Esa es la eternidad: un estruendo inaudible de palabras. Y a lo mejor los sueños también son sólo eso: a lo mejor son las palabras de los muertos, que se nos meten a la cabeza mientras dormimos y nos forman imágenes. Estoy seguro de que todos los sonidos andan a nuestro alrededor formando remolinos: el grito de ¡Tierra! con que Rodrigo de Triana saludó las costas americanas durante el primer viaje de Colón, el agónico Tú también, Bruto con el que César se lamentó ante sus asesinos, la dulcísima nana con la que mi madre me ponía a dormir. No recuerdo la canción, pero tengo el convencimiento de que está cerca de mí, y eso me consuela. A veces creo que siento pasar las palabras de mi madre, como una brisa muy ligera acaricia mi frente; y siempre conservo la esperanza de atrapar alguna vez esas palabras por la noche, y volver a revivirlas como si fueran nuevas desde dentro del sueño.
ROSA MONTERO
FRAGMENTO DE LA HIJA DEL CANÍVAL
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